Es sabido que los títulos académicos sirven para muchas cosas. Los grados de licenciatura son requisitos de entrada para diversas profesiones. Los diplomas avalan ciertos conocimientos, y cuando son expedidos por una institución acreditada aseguran que el titulado conozca cuestiones básicas de su futura profesión. Los posgrados tienen una utilidad bastante más relativa. En particular, los grados doctorales son credenciales de entrada necesarias para la academia. Sin embargo, muchas personas que no desean dedicarse a ella hacen doctorados. Algunos buscan, sin duda, ilustración, un conocimiento más profundo de un tema o una disciplina. Más frecuentemente son codiciados porque confieren prestigio a quienes los ostentan. Ser “doctor” abre puertas distintas a las del aula. Destacan, en particular, quienes emplean esos títulos como bonitos adornos de una carrera política. Usan la toga como pashmina. Los viste, aunque su trabajo cotidiano no requiera de los conocimientos ni habilidades que exige un doctorado. En otros países son un certificado de incompetencia: quien haya prosperado en la torre de marfil seguramente será un inepto para la política real. El doctorado resta, no suma, en las carreras políticas. El prestigio se debe, en parte, a la tecnocracia. En el sexenio de Carlos Salinas de Gortari la moda de los burócratas-doctores llegó al extremo. En los noventa para ser jefe de departamento en una dependencia federal de cierta importancia un candidato requería de un Ph.D. en Economía. Incluso los doctorantes eran mal vistos. La moda de la toga significó un colosal desperdicio de recursos públicos que fueron a financiar formaciones académicas perfectamente inútiles. El error de diciembre de 1994, producto de las habilidosas decisiones de un puñado de encumbrados doctores, terminó parcialmente con el mandarinato tecnocrático y con el fetiche. Pero no del todo. La toga arropa aún a los políticos. El doctorantazgo engendra una plétora de incentivos perversos. Los tecnócratas más eminentes por lo menos fueron a estudiar a universidades serias y sufrieron el vía crucis de hacer una tesis. Cualquiera que lo haya hecho sabe que ello no es cosa menor. Sin embargo, siempre hay atajos hacia el perchero donde cuelgan la toga y el birrete.
Pongamos un ejemplo cualquiera. En 2011 Juan Ignacio Hernández Mora fue designado por el entonces gobernador de Quintana Roo, Roberto Borge (ahora en prisión y procesado por corrupción), como subprocurador de justicia de la zona norte. Hernández Mora, abogado por la Universidad de Guanajuato, había sido durante seis años secretario ejecutivo del sistema estatal de seguridad pública. En 2010 el funcionario obtuvo un doctorado en Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid con una tesis sobre las Cortes de Cádiz, el liberalismo y los insignes clérigos novohispanos Guridi y Alcocer y Ramos Arizpe, dirigida por el doctor Ángel Rivero.1 En 2013 Hernández Mora dejó las costas del Caribe y fue incorporado al Sistema Nacional de Seguridad Pública como director general de Vinculación y Seguimiento. Ese mismo año la Suprema Corte de Justicia de la Nación publicó su tesis doctoral con una encomiosa presentación del ministro en retiro Mariano Azuela.2 En la presentación del libro, ocasión de circunstancia, el entonces ministro presidente de la SCJN, Juan Silva Meza, alabó con buen tino el “espíritu protector” de las Cortes de Cádiz.3 En 2014 el doctor Hernández Mora fue nombrado comisionado del Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social (ODEPRES), es decir, la máxima autoridad de las cárceles federales, pero con tan mala suerte que un año después al Chapo Guzmán se le ocurrió escaparse del penal de El Altiplano. Varios funcionarios, entre ellos Hernández Mora, fueron cesados por la fuga, aunque a él no le formaron causa penal. Sin embargo, desde entonces la vida del exfuncionario ciertamente no ha sido fácil.
Por su currículum académico podemos asumir que el doctor Hernandez Mora tiene un sincero interés en la historia política. Así lo ha manifestado. El problema con ese gusto es que su tesis doctoral —y el libro publicado por la SCJN— reproducen verbatim 52 páginas de cierta obra publicada en 2001 por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM (El manto liberal. Los poderes de emergencia en México, 1821-1876), cuya autoría es del que esto escribe.4 Los capítulos 2 y 3 fueron copiados en su totalidad, notas al pie incluidas, y se convirtieron en el muy recomendable e interesante capítulo III de la obra del doctor Hernández Mora, quien en una misiva explica el gazapo de la siguiente forma: “En marzo de 2009 después de ocho años de estar elaborando mi tesis, fui a Madrid a dar los últimos ajustes al texto en cuestión… Tomé la mala decisión de utilizar a un corrector de estilo, le llevé mis avances, le encomendé uniformizar el texto y tratar de cerrar bien lo que se me había solicitado… Mi error craso fue no cerciorarme con detenimiento y con las fuentes directas, de lo que se había realizado y en un efecto de ‘ceguera de taller’ di por bueno, sin sospechar jamás esa copia garrafal”. Cómo “aparecieron” en la tesis medio centenar de páginas nuevas, no detectadas, es algo que no se entiende. Más bien, parecería que esa tesis no la leyeron ni el autor, ni los sinodales del examen, ni la Suprema Corte de Justicia. Nadie. Ése es el escándalo.
Si la toga viste como pashmina, por lo menos habría que pedirles a los políticos que, en efecto, sea producto de su trabajo. Digo.
José Antonio Aguilar Rivera
Investigador del CIDE. Autor de La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 y Cartas mexicanas de Alexis de Tocqueville, entre otros títulos.