A Antonio Díaz* los “muchachos” lo obligaron a entregar US$10.000.
El hermano de su mujer, que vivía con ellos, tuvo una relación con la mujer de un vecino y este le exigió a Manuel compensarlo económicamente.
Como no tenía ese dinero, pidió que le concedieran 90 días para recolectarlo.
Los “muchachos” aceptaron, pero se aseguraron de que conociera sus condiciones: sin el dinero, matarían a toda su familia .
Un día antes del vencimiento del plazo, en septiembre de 2013, Antonio y su familia decidieron huir para siempre de su ciudad, Sonsonate, en El Salvador.
A Henrique García* lo persiguieron en bicicleta al caer la noche, cuando volvía a su casa después de trabajar. Lo querían matar, se lo habían prometido.
Tenía una bici de carreras y logró escabullirse.
Durante varias noches se escondió con su mujer debajo de la cama, “por el susto”.
“Antes de irnos fue la última vez que hablé con nuestro hijo”, cuenta su mujer Guadalupe*, que ni se atreve a cruzar el umbral de su rancho de Valle de Paz, la aldea de Belice donde se refugiaron.
“Me dijo: ‘Mamá, váyase. Llévese a mi hija y olvídese de que existo'”.
En abril de 2013 Henrique y Guadalupe malvendieron su casa de Armenia, en El Salvador, y huyeron.
Lo mismo le pasó a María López*. Era una noche de 2007 cuando un hombre fue a “machetear” su casa, cerca de San Salvador. Le dejaron un papel donde ponía que iban a matar a su hijo.
A María, así como a Henrique, a Guadalupe, a Antonio y a otros centenares de salvadoreños en los últimos años, no le quedó otra alternativa que dejar su país.
Porque el sello de las amenazas que habían recibido era garantía de su cumplimiento: el de la Mara Salvatrucha 13 y el de la Mara Barrio 18 .
Se trata de las dos pandillas más grandes de Centroamérica, las responsables de que en los últimos años El Salvador, Honduras y Guatemala se repartan las primeras plazas entre los países con más asesinatos -en proporción a la población- del mundo.
Para ponerse a salvo de ese destino común de miedo, violencia y muerte, estos cuatro salvadoreños y sus familias pusieron rumbo hacia Valle de Paz, en Belice, una tranquila aldea de casas de colores y campos cultivados, a pocos kilómetros de camino de la capital, Belmopán.
Este país centroamericano -que tiene casi el mismo tamaño que El Salvador, pero con una población 20 veces inferior- ya había sido refugio para sus vecinos en el pasado.
Belice, una tradición de acogida
A partir de marzo de 1982 y durante una década, aquí encontraron asilo varias decenas de familias de El Salvador que huían de la violenta guerra civil de su país.
George Price, entonces primer ministro de Belice, seleccionó ese trozo de selva exuberante y despoblada como el lugar idóneo para alojar a esas personas en apuros, y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) se encargó de proporcionarles las infraestructuras necesarias para vivir y trabajar.
“La situación durante la guerra civil no tenía límites. Nosotros no pertenecíamos a ningún bando, simplemente estábamos en el medio del conflicto”, me explica José Amilcar Amaya con voz apacible detrás del escritorio de la escuela Monseñor Romero, donde, desde hace 33 años, da clase a los niños de la comunidad.
“Mi hermano mayor fue asesinado y el ejército fue a buscar a mi segundo hermano para matarlo. Mi padre pensó que si habían matado a uno podían matarnos a todos, y decidió sacar a la familia como pudo del país “.
La familia Amaya fue una de las primeras en llegar a Valle de Paz y se asentó justo a pocos metros de donde ahora está la escuela.
“No fue fácil. Al principio era todo jungla, lodo e insectos”, recuerda Amaya mientras señala en algunas fotos de la época el techo de paja de las primeras casas de la aldea. Él tenía entonces 12 años y no entendía ni una palabra de inglés, el idioma oficial de Belice.
Sin embargo, cuatro años después se convertiría en el maestro de la comunidad. “Por mis clases han pasado casi todos los niños de Valle de Paz”, explica con orgullo.
Amaya me acompaña por las calles blancas y polvorientas de la aldea. Algunos vecinos, al verle, se le acercan para saludarle y preguntarle sobre las actividades de la escuela.
Muchos de sus estudiantes se convirtieron en médicos, ingenieros y profesores, y parece no haber nadie que no tenga alguna relación con él.
Paramos en uno de los cuatro o cinco puestos de comida salvadoreña que hay en la aldea.
“Yo amo este lugar, porque aquí hemos conseguido una segunda oportunidad”, me explica delante de una pupusa humeante. “Nosotros lo habíamos perdido todo y aquí tuvimos la posibilidad de empezar de nuevo” .
“En Valle de Paz -concluye- nuestros sueños se hicieron realidad”.
Una nueva oleada de refugiados
Cuando la guerra en El Salvador terminó en 1992, a los refugiados se les permitió elegir entre volver a su país o quedarse en Valle de Paz y obtener la nacionalidad beliceña.
La mayoría optó por la segunda opción y ahora las 600 familias -unas 3.000 personas- que integran el grupo constituyen una comunidad pacífica, cohesionada e incluso próspera .
La principal actividad es la agricultura. Todos los martes y los viernes las frutas, las verduras y las hortalizas de los campos de alrededor de Valle de Paz abastecen el colorido mercado de la capital, cuyos productos llegan también a las cocinas de los centros turísticos de la costa.
Como la situación se había normalizado, en 1992 el gobierno beliceño cerró la oficina de refugiados.
No la volvió a abrir hasta 2015, cuando ya hacía unos años que una nueva oleada de personas de El Salvador, sobre todo, pero también de Honduras y Guatemala, volvían a pedir refugio al país vecino a causa de la violencia de las pandillas .
Sin embargo, la política de acogida de Belice había cambiado considerablemente: hoy en día más de 5.500 personas que presentaron su solicitud de asilo viven en una especie de limbo legal.
“Yo paso meses sin salir de acá. A veces pienso que esto es peor que estar presa” , me confiesa Guadalupe entre sollozos. “Aquí me siento como escondida. Salgo solo para ir a comprar a la tienda de la aldea”.
Guadalupe y su marido se registraron en la oficina de refugiados, pero no volvieron a saber nada de su solicitud de asilo. Su principal preocupación ahora es que las autoridades la encuentren sin papeles. “¿Adónde vamos a ir si nos deportan?”, me pregunta afligida.
A Antonio Díaz el año pasado le negaron el estatus de refugiado y cuando tuvo que acudir a un centro médico para una operación quirúrgica le denegaron la atención porque no tenía papeles.
“Pero yo no puedo volver a El Salvador”, me explica en el patio de la “champa” que construyó él mismo. “Es lo que le contesté al jefe de migración. Me darían, me matarían pues. A mí, a mis hijos y a toda la familia” .
Según la ley beliceña, puede pedir refugio cualquier persona que tenga “temor fundamentado a ser perseguido” en su país, a condición que lo declare expresamente durante los primeros 14 días después de su entrada en Belice.
Según las estadísticas oficiales que la Secretaria de Refugiados del Belice comparte con Acnur, a finales de 2017 el país contabilizaba 3.125 solicitantes de asilo.
Acnur calcula que hay que añadirles al menos otras 2.770 personas que no pudieron solicitar asilo por varias razones -entre ellas, porque lo hicieron después del plazo de 14 días- pero que probablemente aún necesiten protección internacional.
En 2018 el gobierno beliceño ha reconocido como refugiados a apenas 28 de ellos, mientras que el caso de otros 300 fue revisado positivamente por el Comité de Elegibilidad para Refugiados y ahora esperan la decisión final.
“Nos encantaría abrir las puertas del país como lo hicimos en los 80 y 90”, le dice a BBC Mundo Maria A. Marin, directora del departamento de refugiados del gobierno de Belice. “Pero no podemos aceptarlos a todos”.
“No se trata solo de acoger a estas personas sino de hacerse responsables de sus otras necesidades vitales”.
Según explica Marin, la llegada de refugiados implica aumentar el número de aulas, de profesores, de clínicas o de policías. “Nosotros somos un país pequeño. ¿Cómo podemos pagar todo esto? “.
Para Marin es indispensable también “controlar quiénes están llegando”, ya que el riesgo de que entre ellos se cuelen las maras es alto.
En el país centroamericano desde hace tiempo hay registro de la presencia de pandillas, asentadas sobre todo en los barrios periféricos de la capital -Las Flores y Salvapán, dos de las zonas con más salvadoreños de Belmopán- y de Ciudad de Belice, la ciudad más grande del país.
Sin embargo, sus escasos afiliados y sus bajos niveles de enraizamiento en el tejido social hacen que el fenómeno esté mucho más controlado que el de las maras presentes en El Salvador o en Honduras.
Además, en 2010 el gobierno beliceño creó la Gang Suppression Unit(GSU), un cuerpo policial especializado en la investigación y persecución de las pandillas.
La tranquilidad truncada
“Hay familias que necesitan asilo, así como lo necesitamos nosotros en los 80”, cuenta Juan Arias, desde hace dos años alcalde de Valle de Paz.
Cuando él tenía 6 años el ejército salvadoreño había puesto el nombre de su padre en una lista negra y la familia Arias no vio otra vía de escape que la oportunidad ofrecida por Belice.
Treinta y cuatro años después, Arias se siente agradecido al país que le dio cobijo y afirma sentirse más beliceño que salvadoreño. Pero, sobre todo, está orgulloso de la aldea que representa.
Por esta razón, le preocupa que con las familias que están huyendo ahora lleguen también los problemas.
“Tenemos miedo de que llegue gente con la intención de meter una ‘marita’ en la aldea”, explica Arias sentado en el bus destartalado con el que, cuatro veces por día, cubre la veintena de kilómetros que separan Valle de Paz de Belmopán.
“Porque algunos de los más jóvenes ya traen en la mentalidad qué es una mara” .
Hace cuatro años una serie de asesinatos truncó por primera vez la tranquilidad de la que había gozado hasta entonces Valle de Paz.
Muchos pensaron que en la comunidad se había instalado alguna pandilla y durante varias semanas se miró de reojo a todos los recién llegados.
Finalmente no hubo más consecuencias, pero quedó entre los habitantes la preocupación de que el virus de la violencia pandillera pudiera volver a infectar la comunidad.
“Nosotros siempre decimos que todo aquel que venga a Valle de Paz que se reporte, para que conozcamos qué personas están entrando. Pero algunos no se quieren identificar. Esta es la preocupación que tenemos”, comenta Arias.
El alcalde, sin embargo, destaca la hospitalidad de los habitantes de Valle de Paz con las familias que realmente huyen de El Salvador a causa de la violencia pandillera y acusa al gobierno de “racismo” y de “poner trabas” al reconocimiento del estatus de refugiados a quienes lo necesitan de verdad.
(BBC Mundo intentó en repetidas ocasiones ponerse en contacto con la ministra de Inmigración de Belice, Beverly Williams, pero no fue posible hablar con ella).
Henrique García no para de mecerse en la hamaca colgada en el porche de su casa. Alrededor suyo corretean unos pollitos, que van en busca de algún grano suelto de maíz.
Está preocupado por la falta de papeles, pero, afirma, no hay comparación con el miedo que pasó en El Salvador.
“Nos tocó dormir en el suelo durante un mes, porque no teníamos donde acostarnos”, rememora mientras su mujer Guadalupe no para de secarse las lágrimas”.
“La verdad es que se sufre” , reconoce. “Solo le pido a Dios que un día me dé la oportunidad de volver a ver a mi hijo”.
*Estos son nombres ficticios, escogidos para proteger las identidades de quienes relatan sus historia.
Con información de BBC